La sociedad del sándwich mixto.
La sociedad del sándwich mixto: por qué los mediocres dominan el mundo
Madrid
Miércoles, 4 septiembre 2019 - 12:31
A nadie le ofende un sándwich mixto, pero
difícilmente alguien lo elegiría para su última cena. Es la metáfora ideal de
un mundo en el que lo mediocre, lo que no destaca por ser ni demasiado malo ni
demasiado brillante, está acaparando el poder.
Piense en un helado de vainilla. No, mejor aún, piense en un sándwich
mixto. Aquí tiene una foto para inspirarse. Visualice el mejor sándwich mixto
posible, con su jamón caliente, su queso fundido, su pan tostado... ¿Es la
mejor comida del mundo? Desde luego que no. ¿Es la peor? Seguro que tampoco. A
nadie le disgusta un sándwich mixto pero difícilmente alguien lo elegiría para
el menú de su boda o como última cena en el corredor de la muerte. No es un
plato brillante, pero para salir del paso nunca está mal; cumple su función.
«Perdone, la cocina ya ha cerrado, pero si quiere le podemos hacer un sándwich
mixto».
Podríamos decir que el sándwich mixto es un plato sencillamente mediocre.
No malo, ojo, me-dio-cre. Es decir, «de calidad media», según
estricta definición de la RAE. «De poco mérito». Vamos, del montón.
Ahora olvide el sándwich y mire hacia el despacho de su jefe. Ahí lo tiene.
Piense en el profesor de sus hijos o ponga un rato las noticias y fíjese en
nuestros políticos. Incluso en la última película de moda o el disco más
vendido. El último best seller... ¿No me diga que no le sabe todo a
jamón y queso? Bienvenidos a la dictadura de lo mediocre.
«Vivimos un orden en el que la media ha dejado de ser una síntesis
abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y ha pasado a ser el
estándar impuesto que estamos obligados a acatar», denuncia Alain
Deneault, filósofo y profesor de Sociología en la Universidad de Québec y
autor de Mediocracia, cuando los mediocres llegan al poder (Ed.
Turner), un ensayo que llega hoy a España y que analiza cómo las mediocres
aspiraciones que invaden la sociedad están provocando ciudadanos cada vez más
idiotas. Condenados -diríamos- a desayunar, comer y cenar un sándwich mixto.
«La mediocracia nos anima de todas las maneras posibles a amodorrarnos antes
que a pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario
lo repugnante».
La mediocracia nos anima a amodorrarnos antes que a
pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo
repugnante
ALAIN DENEAULT
Veamos un ejemplo práctico que pone Deneault para entender el juego
perverso del que habla en su libro. El sistema no quiere a un maestro
que no sepa ni usar la fotocopiadora, pero menos aún aceptará a un maestro que
cuestione el programa educativo tratando de mejorar la media. Tampoco
admitirá al empleado de una empresa que intente mostrar una pizca de moralidad
en una compañía sometida a la presión de sus accionistas. Traslade el modelo a
cualquier otra profesión y encontrará un panorama con profesores universitarios
que en lugar de investigar rellenan formularios, periodistas que ocultan
grandes escándalos para generar clics con noticias de consumo rápido, artistas
tan revolucionarios como subvencionados y políticos de extremo centro.
Ni
rastro del orgullo por el trabajo bien hecho. «Por oportunismo o por temor a
represalias estructurales, es difícil resistir la presión de la mediocridad»,
lamenta el filósofo canadiense.
Todo se rige hoy bajo el conocido como Principio de Peter, una
teoría formulada por el pedagogo Laurence J. Peter y el
dramaturgo Raymond Hull (también canadienses) que establece
que, en las jerarquías modernas, todos los trabajadores medianamente
competentes -ni los más brillantes ni los que no son unos completos inútiles-
son ascendidos en su empresa hasta que alcanzan un puesto para el que ya no
están capacitados.
«Nuestros sistemas masivos de calificación, de evaluación y de indicadores
están pensados para gestionar la media. Y la verdad es que lo hacen bastante
bien», defiende Daniel Innerarity,
catedrático de Filosofía Política y Social en la Universidad del País Vasco.
«La parte mala es que también castigan la disonancia, lo disruptivo. Lo
que nos suena extraño tendemos a calificarlo como malo. La única manera de
combatir ese sesgo es tener un sistema en paralelo para concederse una cierta
excepcionalidad porque el sistema, por nuestro comportamiento gregario y por la
igualdad democrática, tiende a premiar la conducta adaptativa. Quien quiera
evitar ese sesgo lo que debe hacer es procurarse la compañía de alguien que le
diga la verdad a la cara, que no le haga la pelota como hacen los asesores de
hoy en día, sino que le diga alguna vez que está haciendo el ridículo, como
hacían los bufones del Rey».
El origen de esta mediocracia se remonta, según el relato de Alain Denault,
al siglo XIX, «cuando los oficios se transformaron gradualmente en empleos», se
estandarizó el trabajo y los profesionales se convirtieron en «recursos
humanos», formateados, clasificados y empaquetados como gerentes, socios,
emprendedores, autónomos, asociados... Con una eficacia a gran escala
que, para Denault, no tiene comparación en la Historia. Tenemos a gente que
produce alimentos en cadenas de montaje sin saber cocinar ni un sándwich de
jamón y queso, que te dan la turra por teléfono con estimulantes tarifas que ni
ellos mismos entienden, que venden libros que jamás leerían. Que trabajan como
la media porque el trabajo no es para ellos más que (valga la redundancia) un
mediocre medio de supervivencia.
Uno puede ser un mediocre muy competente, es decir,
aplicado y servil pero sin convicciones. En ese caso, el futuro es suyo
ALAIN DENEAULT
«Generamos una especie de promedio estandarizado, requerido para organizar
el trabajo a gran escala en el modelo alienante que conocemos hoy», explica el
autor. «Los mediocres se organizarán para adularse unos a otros, se
asegurarán de devolverse los favores e irán cimentando el poder de un clan que
irá creciendo atrayendo a sus semejantes», sostiene. «Es un círculo
vicioso».
- ¿Es más peligroso un profesional mediocre que uno directamente malo?
- Para el poder, no. Mediocridad no es sinónimo de incompetencia.
Los poderes establecidos no quieren perfectos incompetentes, trabajadores que
no cumplan su horario o que no obedezcan órdenes. En realidad cuesta ser
mediocre. Uno puede ser un mediocre muy competente, es decir, aplicado,
servil y libre de todas las convicciones y pasiones propias. En ese caso,
el futuro es suyo porque las instituciones de poder son reacias a codearse con
personas comprometidas política y moralmente o que sean originales en sus
pensamientos y métodos.
- ¿Somos más mediocres que antes?
- No vamos a inventar un mediocrómetro para estudiar el
grado de mediocridad de las personas, pero sí podemos establecer una evolución
de los términos mediocridad y mediocracia en el curso de la modernidad.
Inicialmente, era una expresión desdeñosa utilizada por las élites para
denunciar el reclamo de las nacientes clases medias que querían probar la
ciencia, el arte o la política. Por el contrario, la mediocridad en
nuestro tiempo ya no es deplorada, sino promovida. Se ha convertido en un
sistema.
En lo más alto de ese régimen mediócrata, encontramos a
nuestros políticos. Se habrá cansado de oír lo mediocres que son y seguramente
creerá que los de hoy son peores que los de antes y los nuestros peores que los
del país vecino. Si le sirve de consuelo, Alain Denault sostiene que la
mediocridad está en la naturaleza de casi todos los políticos actuales y el
régimen que dibuja su ensayo se sostiene sobre esa nueva política convertida en
una «cultura de gestión», en la que nuestros dirigentes se limitan a manejar
los problemas de ayer y en la que se desprecia cualquier pensamiento
crítico o cualquier reflexión a largo plazo, porque sólo se autoriza lo
normativo, la reproducción, las afirmaciones mecánicas de lo evidente.
«Este es -subraya Denault- el orden político del extremo centro». Y no
hablamos del centro demoscópico, allí donde dicen los politólogos que se ganan
las elecciones, sino directamente de una propuesta para suprimir el
debate entre izquierda y derecha y sustituirlo por palabras vacías. «Se han
impuesto en el lenguaje las barbaridades de las organizaciones privadas: aceptación
social en lugar de democracia, partes interesadas en
lugar de ciudadanos, sociedad civil en lugar de
personas, consenso en lugar de debate, competitividad en
lugar de ayuda mutua... Se nos dice, paradójicamente, que depende de
nosotros salir del desempleo, hacernos atractivos para el mercado laboral, ser
activos en Facebook, emprender... Casi todo conspira para hacernos
fracasar, para que parezca una vergüenza personal lo que es sólo la ira
política dirigida contra un individuo a quien se ha enseñado a restringir su
conciencia. No hay nada más extremo que el extremo centro», sentencia el autor
de Mediocracia.
Volvemos a España para averiguar dónde quedó nuestro extremo centro. «Hay
gente que ha confundido el centro con la centralidad», comparte Daniel
Innerarity. «El centro puede ser una combinación ideológica de valores de
izquierda y derecha o puede ser también una combinación singular de pereza
intelectual y oportunismo».
Hace tiempo que dejaron de estar los más listos en el
Gobierno pero no porque los gobernantes sean más tontos, sino porque los demás
somos ahora más listos
DANIEL INNERARITY
¿Son peores que nunca nuestros políticos? «No, el problema es que a los
políticos mediocres de ahora los tenemos más presentes», dice el filósofo
español. «Tendemos a idealizar a los líderes de la Transición, por ejemplo,
porque nos acordamos de los buenos pero nos olvidamos de la cantidad de basura
que había entonces. Hace mucho tiempo que dejaron de estar los más listos
en el Gobierno pero no porque los gobernantes se hayan hecho más tontos, sino
porque los demás somos ahora más listos. Antes eran más brillantes por
comparación con la media. Hoy los políticos destacan menos no porque sean más
mediocres sino porque se ha reducido la distancia entre el que lidera y los
liderados».
-¿Cuál es entonces la solución contra la mediocracia?
-La democracia es un sistema de gobierno para la gente media, así que la
solución es elevar esa media, que haya más cultura de formación. No se trata de
mejorar el proceso de selección de líderes. Nos obsesionamos con los líderes o
con su ejemplaridad, cosas de ese tipo que subrayan las cualidades individuales
de las personas, cuando lo que hay que trabajar es la inteligencia colectiva de
la sociedad. Y eso vale para el Gobierno y también para cualquier forma de
organización humana.
La alternativa, nos recuerda Alain Denault, es la «grisura», lo «insípido».
Ya saben, lo mediocre.
Un sándwich, mixto, por favor.
(el mundo, 04sep2019,Rodrigo Terrasa)



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